En 1982 algún trozo de mí se quedó en Alemania y alguna parte de Alemania se vino a vivir conmigo a Chile.
Son de esas cosas que forman parte de uno nomás, que no se eligen, en las que no estás todo el día pensando, pero que en ciertos momentos inesperados vuelven hacia el presente como un recordatorio que te hace erizar la piel.
Y me pasó el viernes pasado. Fui a una reunión de trabajo en el centro a las 12:00. Antes en la oficina había alcanzado a ver partes del primer tiempo del partido por cuartos de finales del Campeonato Mundial de Fútbol, entre Alemania y Argentina. Un partido parejo donde, si bien por el nivel de juego que había visto en partidos anteriores yo apostaba por un triunfo de los argentinos, los alemanes no lo estaban haciendo nada de mal.
Salgo a las 13:00 al Paseo Ahumada sin conocer el marcador final y me encuentro con una multitud atenta y expectante ante una pantalla gigante instalada en la esquina con Moneda. El partido terminó 1 a 1 en los 90 minutos y la gente sigue atentamente el alargue de 15 por lado. Yo me sumo y me quedo, más por ganas de ver buen fútbol que por algún fanatismo en especial.
Pero nadie mete un nuevo gol y corresponde patear penales. En un breve paréntesis, mientras ambas selecciones definen a sus chuteadores, Televisión Nacional de Chile muestra imágenes de la multitud berlinesa reunida en la Avenida Unter den Linden de Berlín, también frente a una pantalla gigante, pero ésta al lado de la Puerta de Brandenburgo.
Veo la escena, ahora en la pantalla gigante santiaguina, y me siento imaginariamente transportado a las calles y edificios de mi Berlín, de mi Alemania. Luego hacen referencia al jugador Michael Ballack, una de las figuras de la selección germana, no sé si uno de los pocos o el único que nació en la República Democrática Alemana, en el año 1976. Y entonces el click emocional me gatilla con más fuerza aún. Este tipo pudo haber sido uno de mis compañeros de infancia. Hay algo de mí, difícil de explicar, que está también presente sobre el césped del Estadio Olímpico de Berlín. Cada penal anotado por Alemania y perdido por Argentina me produce una emoción especial, particular.
A mi al rededor, los santiaguinos en su mayoría apoyan a Argentina, pero es un apoyo extraño. Gritan y aplauden con energía toda ocasión de gol del cuadro trasandino (porque "son sudamericanos" como nosotros), pero cuando aparece en escena un grupo de argentinos de verdad, desplegando su bandera patria en pleno centro de la capital chilena, la pifiadera es unánime y los obligan a retirarse.
En cambio yo miro este espectáculo callejero con distancia. En realidad, me he transportado mentalmente al Mundial de España 1982, particularmente al 11 de julio de aquel año (el que sería el año del retorno a Chile), cuando se enfrentan por la final del campeonato Italia y la República Federal de Alemania. Yo tengo 8 años y estoy junto con mi hermana mayor en un pequeño poblado de la isla de Rügen, participando de un campamento internacional de pioneros. En una gran sala nos reunimos niños alemanes, checos, rusos, polacos y chilenos a ver el partido. Nosotros queríamos que ganara Italia y nos alegramos del triunfo, pues la RFA es el principal antagonista mundial de la RDA. Rossi, Conti, Altobelli y Zoff son nuestros héroes. No entendemos por qué los niños alemanes se ponen tan tristes con el 3-1 en contra que reciben "los del otro lado".
Otro flashback me lleva en cosa de segundos al Mundial Juvenil de Fútbol de 1987, celebrado en Chile. Gran noticia, uno de los equipos que compiten es la selección de la RDA, liderada por el gran Matthias Sammer. Es la ocasión de devolver simbólicamente el apoyo brindado a tantos chilenos, incluida mi propia familia, y los vamos a apoyar el 11 de octubre en su partido inagural contra Escocia, jugado en el Estadio Playa Ancha de Valparaíso, el que lamentable y sorpresivamente pierden por 2-1.
Al comenzar el match, suena el himno nacional que tantas veces oí en el patio de mi escuela de Potsdam. Algunos chilenos despliegan un lienzo que dice "Es lebe die DDR, unsere zweite Heimat" ("Que viva la RDA, nuestra segunda patria"), pero las fuerzas de seguridad pinochetistas se encargan rápidamente de requisar y destruir esta subversiva pancarta (y a todo esto, recuerdo que en estricto rigor para mí no es mi segunda, sino mi primera patria). La RDA clasifica a segunda rueda, lo mismo que la RFA por otro grupo. Mi sueño es que ambos se enfrenten en la final y que gane mi Alemania, aquí en Santiago de Chile, pero no se da y sucede algo que nunca imaginé. La final es entre Yugoslavia (al final campeón) y la RFA, pero el partido que me parte el corazón es el que se juega el 25 de octubre por el tercer y cuarto puesto entre la RDA y Chile, mis dos patrias. Pierde Chile en los penales.
Vuelvo al presente. Termina el partido y, también en penales, Alemania le gana a Argentina. Los argentinos lloran, los alemanes estallan en euforia, y yo... aunque desde el punto de vista netamente futbolístico mi favorito para ganar la Copa Mundial es Francia, veo a la hinchada germana alzando sus banderas negro-rojo-amarillas, descubro entremedio una bandera perdida que casi pasa desapercibida y me quedo con la rara sensación de querer estar de nuevo, sólo por un rato, al otro lado del Atlántico, celebrando jubiloso bajo la Puerta de Brandenburgo.