martes, 31 de julio de 2007

Un viaje en tren a Paris y gracias a la vida

Recuerdo de concierto de Joan Báez el 24 de diciembre de 1980 en Paris

Imagina que eres un niño de seis años y que es diciembre de 1980.

Piensa en un viaje familiar en el coche-dormitorio de un tren, contigo en la cama de arriba de uno de los camarotes, tu hermana en la cama de arriba del de enfrente y tus padres abajo. Entre sueño y sueño, te asomas a mirar asombrado por la ventana cada uno de los cuatro países y tres fronteras que atravesará el ferrocaril en su andar.

Observa cómo partes al anochecer desde la estación Friedrichstraße de Berlin, y vas atravesando de noche por las estaciones de Magdeburg, Hannover, Dortmund y Köln, amaneciendo al día siguiente entre Aachen y Bruselas, y arribando en la mañana a Gare du Nord en Paris. Sientes la fascinación de oír un nuevo idioma, que sobrepasa con creces el asombro que habías imaginado al partir. En cada estación del metro que recorres durante esos días se te queda grabada la palabra "Sortie" (Salida), como la primera de tu escaso vocabulario en francés.

Las plazas y veredas, llenas de árboles y mercados navideños, bullen de gente y el invierno francés está cargado del calor propio de los ajetreos callejeros de fin de año. ¿Recuerdas que alojaste durante estos días de vacaciones en la casa de un famoso pintor en el barrio latino, cuyo hijo Pietro tenía un gran piano donde fuiste testigo del nacimiento de tu hermana como futura creadora musical?

A esa edad te gustaba dibujar las torres más altas del mundo y tus preferidas eran la de Moscú, la de Toronto, la de Berlín, pero por sobre todas, la Torre Eiffel de Paris, la misma que de pronto te tomó por sorpresa, sin previo aviso, al aparecerse por una pequeña ventanilla subiendo la escalera de caracol de la iglesia de Notre Dame.

Y entonces ahora vuelve a imaginar como, un día cualquiera de esos, al anochecer, caminas de la mano de tus padres y tu hermana hacia el este por Rue de Buci, sigues por Rue Saint-André-Des-Arts, tomas Rue Danton a la izquierda una cuadra hasta doblar a la derecha por Quai-Saint-Michel, orillando el Sena. Luego cruzas de nuevo a la izquierda por Petit Pont y de pronto te encuentras inmerso en una multitud de gente -franceses, europeos del este y del oeste, africanos, latinoamericanos- frente a una Notre Dame iluminada.



Te subes en los hombros de tu padre y, en medio de todo, se te aparece Chile al oír la voz de una gringa (que canta parecido a como tu madre canta "We shall overcome") dando Gracias a la Vida.


viernes, 20 de julio de 2007

La tortura, no !

"Aplicación de golpes eléctricos", "gases paralizantes", "violencia policial", "lumazos", "abuso de poder", "patadas en el suelo", "jóvenes indefensos", "cuerpos amoratados", "quemaduras en el torso", "encierro en camarines", "censura a la prensa", "estadio de fútbol"... oía todo esto por la televisión después del partido de Chile con Argentina y me sonaba tan a historia conocida... será porque personas tan pero tan cercanas a mí vivieron hace treinta y tantos años una historia tan parecida, y por semanas, meses, incluso años... los mismos ingredientes, pero esta vez hablaban de Toronto, Canadá... no de la Academia de Guerra Naval de Valparaíso, no del buque escuela Esmeralda, no del campo de concentración de Pisagua...

Yo no sé cómo reaccionaría ante una descarga de electricidad en mi cuerpo. No sé si aguantaría algo así. Pero cuando he oído relatos de familiares directos al respecto, un gran escalofrío me recorre hasta el alma.

Por eso, la verdad, me pareció horrible, indignante, lo que hizo la policía canadiense con los jóvenes futbolistas chilenos a la salida del estadio. Me los puedo imaginar, a unos grandotes gringos mirando a estos negritos sudacas chilenos, pensando "cómo les damos una lección, cómo les enseñamos quienes son los que de verdad mandan acá, en el primer mundo"...

Y por eso también estoy totalmente de acuerdo con Mayne-Nicholls, "no podemos aceptar la acción de la policía, nuestros jugadores son niños de 18 y 19 años". Y permítame sumarme a esta indignación, a este reclamo, a esta protesta, agregando "ni ningún ser humano, tenga la edad que tenga, piense lo piense, se dedique a lo que se dedique, merece ser tratado de esta manera".

Justamente porque me siento parte de la barbarie de tantos miles de chilenos (entre ellos personas muy cercanas) que vivieron en carne propia la tortura, los golpes de electricidad sistemáticos, las patadas, el encierro en pequeñas piezas sin comunicación con sus familiares, etc. es que solidarizo con estos muchachos.

Si hablamos de fútbol, tengo claro que el triunfo de Argentina fue justo, aún a pesar del claro favoritismo del árbitro alemán por los trasandinos. Los chicos chilenos no supieron jugar con calma, con racionalidad, con estrategia, y sucumbieron ante el oficio de los chés. Pero estos son debates dentro de la cancha, sólo hablamos de fútbol, al fin y al cabo.

Sin embargo, lo que vino después no tiene nombre. Ni aquí ni en ninguna parte del mundo.

Parece que detrás de la apariencia de respeto por la diversidad cultural, detrás de la acogida al multiculturalismo que proyecta Canadá, se esconden los mismos trazos de xenofobia y racismo de tantos otros lugares del mundo.

Me encantaría oír las opiniones al respecto de tanto queridos compatriotas que viven allá, a ver si esto es sólo una visión influenciada por la prensa local o si estamos de acuerdo en el punto.
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Foto tomada de http://www.mediotiempo.com/noticia.php?id_noticia=42107

viernes, 13 de julio de 2007

Nieve

Vengo llegando hace algunos días del sur de Chile. Vengo de la Patagonia, allí donde, en vez de cordillera que divida países del este y el oeste, se traza un límite sutil entre los del sur y del norte (norte que comienza en Puerto Montt). Vengo llegando del frío austral, que me ha sorprendido desparramándose por toda la geografía del país.

La ola polar se vino a la capital, pero sólo allá en Coyhaique y Puerto Aysén ví la Nieve caer. Así me la volví a encontrar -de esta manera- después de 25 años.


Y fue como si la novela de
Orhan Pamuk que leí este verano hubiera sido premonitoria:

"Con la mirada clavada en el cielo, que se veía cada vez más luminoso que la tierra según caía la noche, no consideraba los copos cada vez más grandes que esparcía el viento como signos de un desastre que se aproximaba sino como señales de que por fin habían regresado la felicidad y la pureza de sus días de infancia".

Luego, pude sentir el mismo hielo en los pies, que ya estaba escrito:

"En cuanto se bajó del autobús y sus pies se posaron en la blanda tierra un intenso frío le subió por la pernera de los pantalones".

Y transportado imaginariamente a la novela, me quedé pensando en las raras vueltas de la izquierda huérfana, reflejados en Muhtar, ex-marxista reconvertido en candidato islamista a alcalde del pueblo de Kars:

"Pasaron los años, hubo golpes militares, todo el mundo fue a la cárcel y salió de ella, y yo, como todos los demás, anduve de acá para allá como idiotizado. La gente que había sido mi ejemplo había cambiado, aquellos a los que quería gustar habían desaparecido, no se había hecho realidad nada de lo que pretendía en la vida ni en la poesía".

O en la tentación del chauvinismo -como medio de fortalecer la "identidad nacional" y protegerla de enemigos externos e internos-, tan bien expresado en las palabras del actor, director y caudillo teatral nacionalista Sunay:

"Hace falta un ejército laico para que todos los que están un poco occidentalizados, especialmente esos intelectuales con la nariz alta que desprecian al pueblo, puedan respirar con tranquilidad. En caso contrario los islamistas los harían pedazos con cuchillos mellados, a ellos y a sus maquilladas mujeres. Pero los muy sabihondos, creyéndose muy europeos, miran presumidos por encima del hombro a los militares, que son quienes en realidad les protegen".

O bien, en el reclamo -en pro de defender su propia forma de vida- de parte de Azul, el lider radical islamista:

"¡No lograreis hacerme beber vino! (...). Yo ni seré europeo ni les imitaré. Viviré mi propia historia y seré yo mismo. Creo firmemente que uno puede ser feliz sin imitar a los europeos, sin ser su esclavo (...). Yo, como individuo, me opongo a Occidente, no les imitaré precisamente porque soy un individuo".

Y entonces miré la nieve cayendo sobre mí después de tanto tiempo sin sentirla, y me quedé masticando el enigmático mensaje final:

"Según Ka, todo el mundo tenía detrás de su vida un mapa y un copo de nieve parecidos y cualquiera, examinando su propia estrella, podría comprobar lo distinta, extraña e incomprensible que en realidad es la misma gente que de lejos resulta tan parecida".

Definitivamente las buenas novelas se descubren cuando, por su propia fuerza, sus letras son capaces de liberarse de las hojas de papel en que están encerradas y salen a volar a la vida real, en el momento más inesperado.