Me dicen que hace mucho frío, que estuvo bien con la nieve de mi blog, pero que ya, después de tantos días inactivo, venir aquí te congela. Y yo respondo lo que es cierto, que hay mucha pega, muchas cosas de trabajo que terminar, que hay poco tiempo...
Pero al final, igual vuelvo. Y hay hartas cosas que decir, pero no todas alcanzan en un solo post, re-encuentros personales históricos, el pasado que se aparece en el presente, reflexiones sobre la nueva canción chilena, pensamientos sobre el mundo, la guerra fría que se acabó, otros temas varios, pero no todo cabe...
Así que vuelvo con dos relatos cortos y una reflexión final sobre los prejuicios, que nació a partir de algo que leí hace algunos días en el blog de Paz/Cita.
Cuisama, Chile, Julio de 1993.
El mismo camino que conduce a Pisagua hacia la costa, lleva a Camiña hacia el altiplano. Hace 14 años participé allí como jefe de comunidad de Trabajos Voluntarios de Inverno de la FEUC. Y claro, estos trabajos son para ayudar a las personas, familias y comunidades del lugar, pero para el universitario que va, junto con poner en práctica su espíritu solidario, es también una ocasión de conocer gente... y bueno, chicas (o viceversa). Y la chica que enganché ahí terminó siendo mi señora, Andrea.
Una noche, dentro de las múltiples actividades que realizamos, invitamos a miembros de la comunidad local a compartir con nosotros, los universitarios de Santiago que alojábamos todos apretados en sacos de dormir sobre el suelo de la Escuela de Cuisama.
Yo, como jefe de la comunidad, me largué con un speach sobre la importancia del respeto a la diversidad cultural, la necesidad de asegurar como país una plena integración en igualdad de condiciones de los pueblos originarios, sobre las injusticias de la discriminación, y sobre las virtudes de aprender, como santiaguinos, de la riqueza de la experiencia histórica del pueblo aymara, del profundo orgullo que sentíamos estos universitarios "ponticuicos" de poder estar compartiendo la forma de vida de estos compatriotas tan olvidados por el poder central.
Entonces, le ofrecí la palabra a quien parecía ser un líder o representante de los habitantes del pueblo. Para introducirlo, le pregunté algo así como "qué se sentía ser aymara en un país como Chile". Guardó silencio por unos segundos, nos miró con calma y lo primero que nos dijo fue "¿Y quien les dijo que yo soy aymara?... si yo soy chileno igual que ustedes...".
Paris, Francia, Noviembre de 2002.
A fines de ese año, se me dio la posibilidad de volver a Europa después de 20 años. No volví a mi Alemania, pero sí pude volver a recorrer Francia, que tal vez fue mi primera parada existencial en el viejo continente (en la barriga de mi madre), y unos años después se me quedaría en la memoria al pasar un, a estas alturas, ya viejo año nuevo.
Lo primero que hice, al llegar a Paris e instalarme en el departamento donde alojaría, fue salir a buscar algún teléfono desde dónde llamar a Chile para avisar que había llegado bien, sano y salvo. En otras palabras, "marcar tarjeta"...
Caminé por el Boulevard de Belleville, era un día sábado por la tarde ya anocheciendo, y miraba las vitrinas de los locales -verdulerías, restaurantes, bazares, almacenes de inmigrantes en su mayoría asiáticos- todos cerrados... había algunas cabinas telefónicas en la calle, pero yo no tenía tarjetas para llamadas de larga distancia... caminé y caminé hasta encontrarme con un local de llamadas telefónicas de larga distancia y abierto !
Me asomé al interior y ví que los locatarios eran africanos. Entonces pensé "aquí estoy salvado... somos hermanos tercermundistas perdidos en una metrópolis europea, ajena... somos hermanos explotados y discriminados por el gran capital franco-europeo... ellos me ayudarán...!". Le dije amablemente al señor que estaba en la caja (que me explicó que era inmigrante ghanés), "je suis chilienne de América Latina", quiero llamar a a mi casa, cómo se hace, cual es el código que hay que marcar, cuánto cuesta el minuto de llamada... me miró seriamente y me respondió en francés algo así como "ahhh... yo no sé, no es mi problema, si no sabes cómo llamar arréglatelas solo, no estoy aquí para ayudarte..."
Aprendizajes.
Si los lentes facilitan la visión de las cosas para aquellas personas con la visión corta o borrosa, entonces no es una buena metáfora hablar -como algunos hacen- de los prejuicios como si fueran anteojeras.
Por el contrario, los prejuicios son conceptos arraigados en nuestra mente antes de enfrentarnos a personas, objetos o situaciones determinadas, sobre las que ya tenemos ideas preconfiguradas a priori. Así, en vez de ayudarnos a ver mejor, nos impiden ver la realidad tal como es. Podrían ser tal vez unos lentes, pero muy sucios.
Los prejuicios siempre tienden a verse como opiniones negativas a priori, sobre algo o alguien, pero, por lo visto, también pueden ser prejuicios positivos. Ni los unos ni los otros ayudan mucho, a fin de cuentas. La realidad siempre te pega portazos en la cara. Y no es la realidad la equivocada, sino tú.
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(Foto tomada prestada desde http://tonificante.blogia.com/)