Y se fue septiembre y no es tan terrible para Chile y su chilenidad. Tanta gente que siente que a la patria se va la vida con la chicha, la empaná, su pie de cueca bien zapateao, el rodeo, las colleras, y el glorioso ejército "siempre vencedor, jamás vencido" desfilando gallardo a pleno solo por el Parque O'Higgins.
Aunque para ser sincero, a mí también me pasa cada vez más -aunque posiblemente de otra manera- que en estas fechas siento una curiosa sensación de "chilenidad" que recorre mis venas.
Tampoco yo puedo aguantarme un dieciocho sin bailar a lo menos una cueca. No bailo bien, pero le pongo empeño. Comprendo algo de la lógica del baile, aunque en la pista me pierdo entre las distintas etapas del cortejo a mi compañera salvo cuando viene el zapateo y la vuelta, que a eso sí que le pongo color, más aún si previamente he estado compartiendo en torno a una parrilla y unos buenos vasos de borgoña, por ejemplo.
Septiembre es un mes que para mí al principio fue de pena, de miedo y de silencio, pero lentamente fui conquistándolo, haciéndolo mío, hasta ser el mes de fiesta y "alegriosidad" (como dice una canción de 31 Minutos) que es ahora.
La pena y el miedo:
Si ya desde momentos muy tempranos del desarrollo fetal y mucho antes de salir del vientre materno, como la ciencia parece indicarlo, uno es capaz de escuchar y sentir lo que ocurre en el "mundo exterior", entonces viví también la angustia del golpe militar del 11 de septiembre de 1973 y probablemente algo alcanzó a quedar en mí de la represión y persecución hacia mi familia por las calles y cerros de Valparaíso. Probablemente llegaron a mí los murmullos de mi madre, amigos y cercanos preguntando por mis tíos y mi padre prisioneros en recintos de la Armada, seguramente me llegó el impacto de mi otro tío fusilado vilmente en Pisagua, y ciertamente algo me alcanzó el eco de la angustia de mis otros tíos escondidos de las hienas sedientas de sangre, que los buscaban por cielo, mar y tierra. Y luego la familia desperdigada por el mundo, mi abuela, mis tíos y mis muchos primos considerados como "peligros para la sociedad", la L en el pasaporte, semillas de Chile y Valparaíso que iban creciendo desperdigadas por Canadá, México, Suecia y las dos Alemanias... entonces no podía evitar que septiembre me pusiera algo triste.
El silencio:
Una vez ya en Chile, septiembre fue también el mes del silencio. Tal vez el momento que mejor grafica esto en mi memoria, pensando especialmente en mediados de los ochenta, es aquel 7 de septiembre de 1986. Habíamos realizado un paseo familiar al Cajón del Maipo y de regreso hacia Santiago nos sorprendió un taco descomunal un poco antes de llegar a la zona de El Volcán. Ya oscureciendo se podía apreciar a lo lejos una especie de fogata cortando la calle, a unos 1500 metros aproximadamente. ¿Una barricada? ¿Un incendio? ¿Protestas en el Cajón del Maipo? Nadie sabe. Luego, en sentido contrario al taco, un vehículo grande como con balizas. ¿Un camión de un banco? ¿Una ambulancia? ¿Un vehículo policial? Nadie sabe. Lo cierto es que nos desvían hacia Pirque y comienzan a sobrevolar la zona helicópteros alumbrando con sus focos los cerros precordilleranos. Por lo menos unas 3 horas en ese camino, esperando ser revisados uno por uno. Tensión, preocupación... pero nadie comenta nada entre los miles de autos en caravana. Luego a alguien se le ocurre encender la radio. "Atentado contra Pinochet". Y nadie dice nada, nadie festeja, nadie llora. La escena es bien impresionante y es como una metáfora de ese tiempo. El silencio autoimpuesto y la desconfianza de la gente... y luego el silencio impuesto a sangre y fuego en la noche por los agentes de seguridad como represalia contra 4 militantes de izquierda. Septiembre, un mes "para adentro".
La fiesta:
Sin embargo, subterránea, y en paralelo se va asomando también la fiesta. Desde que en septiembre de 1982 nos esperaba en el aeropuerto mi abuelo materno con un pañuelo blanco agitando desde la terraza, casi bailando un pie de cueca por nuestro retorno. Luego las fondas en el patio de la casa de Chorrillos, con hartos invitados, hartos vecinos, harto guitarreo, harto vino para los viejos y harta comida para todos. Luego, los primeros bailes chilenos del norte, centro y sur, en el Winterhill y luego en el Latino. "Levántate hombre flojo...", "En el rodeo de Los Andes comadre Lola...", "Mazamorra me han pedío, mazamorra voy a dar...", "Esta cueca nortina a mis paisanos va...". De a poco voy desalemanizando el ritmo e igual logro defenderme. Claramente mejor que cuando el tal "señor Eli" (chileno de apellido Signorelli) nos trataba de enseñar a bailar la cueca tradicional "Chile, Chile lindo..." a los niños chilenos en un subterráneo de Potsdam, después de repasar canciones del Inti y el Quila. Mezclas curiosas del exilio...
Ya en la enseñanza media en Santiago, el dieciocho se convierte en una oportunidad propicia para conocer chiquillas, en una fonda alternativa, frente a Plaza Egaña que se caracteriza por tocar más salsa que cueca. Y con los amigos nos pasamos noches enteras ahí, día tras día. En la universidad las fiestas patrias se mezclan con el movimiento estudiantil. Peñas-rock, actos en el patio central del Campus San Joaquín, comiendo empanás e invitando a bailar un pie de cueca a las dirigentas del sindicato de trabajadores, buscando motivar la participación. Y así, el dieciocho se va encuecando cada vez más, año tras año, especialmente con las cuecas choras, no las paltonas y señoriales de los patrones de fundo.
Y ahora veo a mi hija celebrando con alegría el dieciocho chico en su colegio y veo la vida de Víctor Jara expuesta en imágenes para todo público frente a La Moneda, y veo que por fin todas las piezas vuelven a calzar. La pena, el miedo y el silencio no se olvidan, están en la memoria, forman parte de nuestra historia, pero cada vez se abre paso con más naturalidad la fiesta.
Así que bien zapateao, y por cierto sin pedir perdón ni olvido... Viva Chile, mierda !!